martes, 19 de octubre de 2010

El negocio del siglo. -libro de cuentos- Guido Vespucci.


Prólogo al libro “El negocio del siglo y otros cuentos” de Guido Vespucci.

Dos palabras antes de empezar

 por Diego Martín Romero


Todo texto, de alguna manera, busca ser orientativo. Algunos autores dejan entrever en sus textos, entre muy otras cosas, moralidades, pasiones o envidias. Las preferencias de un escritor, aquellas otras plumas que él admira y que lo contagian e influencian desde años preliminares, pueden a veces resultar evidentes. La inclinación por ciertos estilos, la forma, los enfoques: todas ellas son esferas consabidas. Pero la amalgama que proponen los diez textos narrativos de El negocio del siglo no revelan necesariamente la cifra de una preferencia, de una inclinación. Qué otras plumas pueden vislumbrarse detrás de cada línea, en cada momento. Estos textos pertenecen a esa clase de literatura que no copia a la literatura o la reproduce tan solo. Aquí hay ese estilo de literatura de lenguaje franco, que arma un pastiche barroco de imágenes culturales, líquidas. Literatura que es visual. Que nos toca. Así se compone la amalgama frenética de estos cuentos, donde los personajes, la temporalidad y el juego de los cuerpos en el espacio no admiten otra clave que no sea la aceptación por parte del lector de que se encuentra ante un mundo literario no lineal. Desorientador. La clave de lo absurdo, lo estrambótico, lo deforme. La ciclotimia o inmoralidad de los personajes tan variados que presentan estas historias radica en el hecho de que, de un momento a otro, como si se tratase de un pasaje inexplicado, ellos acepten que la realidad es otra. Hay en ellos, en cada una de las historias que habitan, de repente, un punto de inflexión. Allí, traspasado ese punto, el simbólico ejercicio de las costumbres, ellos entienden que también deben ser, ya por una especie de obligatoriedad, otros. Asumir, con estoicismo, locura o rebeldía, un cambio biográfico. Lo que acaso se torne irrevocable.

De estas permutaciones simbólicas, por ejemplo, se valdrá el atormentado Nicasio en Una noche con…, al ver que la pérdida de Verónica le ha “favorecido” conocer al molesto acompañante que cada noche se instala con él, como una bifurcación proyectada de su propia soledad:

El destino quiso que yo venga a visitarte, es mejor que lo aceptes y te hagas menos preguntas, Si no la pasás tan mal conmigo, ¿o si?

La verdad es que no sos tan mal compañero, peor sería que no estuvieras, al menos no me quedo solo.

No deja de haber algo de vacilante en el jocoso sometimiento de Nicasio, cuando el molesto acompañante, un bizarro ángel guardián del monólogo interior, le remarca aquella circunstancia. Pero tampoco deja de haber en ello la obstinada abnegación por cumplir con su imperioso destino de derrota o de crueldad que ejercerá hacia el final.

Otros dos personajes hay que parecen admitir una clave similar. Fausto, el personaje central en Celoso hasta el ojete, donde la mansedumbre llana de Nicasio se dispara hacia una esquizofrenia plural de la propiedad privada. Nuevamente lo simbólico transita las relaciones de poder y de géneros en una relación de pareja. Los celos terminarán siendo, precisamente, un mero disparador para la historia de un hombre violento que termina por corromper y destruir lo que más dice amar. Arturo Álvaro Fernández será el personaje de Me la cogí que, sin desmesuras de tipo violento pero sí explícitamente sexuales, encontrará su punto de inflexión cuando acepte que es él mismo quien construye su propio mito. Por momentos hay en este texto un cierto punto de encuentro con la literatura desaforada de Lamborguini, con la refutable amabilidad de ser mucho menos loas.

Lo simbólico se mezclará con lo onírico en las luchas que el personaje de Combates por la noche narra al modo de una cascada, una caja china o muñeca rusa. Perdiendo el límite entre lo soñado y la vigilia, logrará finalmente un pacto y una revelación que viene desde el origen mismo de las especies, una broma al darwinismo en tono de fábula. Repitiendo el tono de fábula, El príncipe infeliz es uno de lo puntos más altos del volumen. Pura náusea existencialista, la carga simbólica y significativa que contamina la forma es el registro acertado para una historia de estoicismo y reivindicación social entre una estatua de mierda y una mosca. Ante todo, aquí el amor será imposible. Y el asco inevitable.

El pudor como efecto de poder y un conjunto de otredades (sexual, política y étnico-religiosa) serán los pilares para Alberto el pudoroso ¿o de los cuatro prejuicios capitales? El lector sabrá juzgarla como la pieza más triste del libro. En un texto simbólico, se critica con irónico dolor a lo simbólico mismo. La sombra inamovible de la razón. Aquí lo absurdo cobra la forma de una herida, como lo es la vida según el tango.

Una arquitectura para la muerte, por su parte, convierte a El loco de la pala en un verdadero cuento de ultratumba. Como si Woody Allen escribiera un capítulo para Scooby Doo. Y el cementerio fuera un cementerio de nichos iguales, todos iguales, cuadrados y cuadrados, en las afueras de cualquier ciudad. Un homenaje metropolitano a un Edgar Allan Poe que podría  metamorfosearse en un Tarantino ansioso por escribir soliloquios al estilo shakespereano en Mi amigo el cordobés. Un asaltante de bancos con una particular tendencia a la verborragia, la dispersión y, esencialmente, a la filosofía. Conceptualizaciones étnicas y trasfondos del nacionalismo como ficción de  adherencia colectiva en una geografía tan dispar como la argentina, convierten a Mi amigo el cordobés en otro punto fuerte del libro.

“Mi secreto nos va a reubicar geopolíticamente ante el mundo y sobre todo nos va a ayudar a combatir al imperialismo chino-colombiano, por eso, porque todos somos parte de nada, sólo puedo esperar vuestra atención y colaboración desprejuiciada: ¡Soy legítimo poseedor del último barril de petróleo!”. Año 2037. Argentina. ¿Algo más? Pizza delibery como la llave de resolución del delirio en La última gota.

Finalmente, el cuento que le da nombre al volumen es paradigmáticamente, de todas, la postal más posmoderna. Un irónico análisis del objeto de consumo como fetiche, oferta y demanda, esteticismo, escala social en un mundo occidental que hace tiempo ya ha comenzado a trabajar de occidentalizado, con plásticas gotas de barato perfume oriental. Cheupelquián, sujeto en crisis, descubre la forma de triunfar en el barroco mundo del capitalismo financiero de finales de siglo XX. Solo contra todos, creyendo en sí mismo como un filántropo, intentará insertarse en el mercado con un fetiche revolucionario que promete sustituir al psicoanálisis o al yoga como formas de distraernos del ansia de vivir. Su invento llegará a cobrar obligatoriedad imperialista y se expandirá a todos los consumidores asfixiados hijos de Dios. Por momentos, los personajes de El negocio del siglo parecen no pensar. Parecen tontos que a nadie dañarían. Tal vez por eso, y por un asco elemental, nos deje una amarga sensación la bestia que veremos dentro de ellos, y en la que también nos reflejaremos.

En cada uno de los textos que componen este libro, la realidad parece funcionar de modos inexplicables, a través de canales intangibles, pero sin dejar de cumplir el rol de ser al mismo tiempo una forma de literatura. Estas ficciones desmesuradas y asimétricas guardan una paleta de colores multiespectral para dar figura a un mundo atravesado por el desparpajo de lo múltiple, donde los personajes experimentarán la realidad como un permanente estado de shock. Una imagen total compuesta por armas de fuego, relaciones tóxicas, flexibilización laboral, Nietzche, chauvinismo, marihuana, sexo, nazismo, piqueteros, violencia de género, globalización, ética, mercado, clasismo, demencia, muerte, imperialismo cultural, simbologías fálicas, los años noventa, el comunismo. Cada uno compone una pieza posmodernista en tono de comedia, donde todos los elementos danzan y conviven en un punto infinito, de permanente mezcla. Hombres y mujeres, que a simple vista desbordan de una anormalidad que les es obvia, son la constante cifra de estos mundos. En sus acciones y reacciones, en su razón, en su moral o en la ausencia de costumbre. Las pasiones del hombre son el punto de desequilibrio que constantemente experimentan los personajes, al transitar un continuo estado de conflicto frente al rechazo o la aceptación. ¿De qué? ¿Hacia qué? Situaciones, momentos, estados. La propia vida como construcción cotidiana de experiencia múltiple, para la muerte. La universalidad aquí es el permanente estado de fuga que vive el sujeto en un mundo anegado de variables, de símbolos, de datos. Una realidad que lo dispara hacia mil esquemas posibles; que lo excita, lo altera. Una realidad que no puede rumiarse. Que lo convierte en un subproducto de su misma especie. Es en esa esfera donde ellos se vuelven congruentes con lo que ocurre. Verosímiles. Siendo cada uno de ellos único, y acaso también un estereotipo o un promedio. Son grotescos, al tiempo que reflejo de alguien que hemos conocido o que tal vez somos. A su manera, son el reflejo de una protesta. O una protesta misma. En esa despareja figuración, la ficción desdibuja la realidad de los lectores. Con sólo aguzar la vista la figuración se rearma y ya somos nosotros y ellos mismos, un poco todos. Y una vez allí, acaso veamos que no hay nada más malo que un hombre bueno.

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